Nostalgias de la infancia
Me tocó la fortuna de crecer cuando las calles eran espacios de juego, los lotes baldíos estadios de futbol, los partidos de beisbol se jugaban con pelotas de esponja compradas en el abarrote por menos de un peso y cuando nuestras manos eran el mejor bate. Tiempos, esos tiempos en donde el último rayo de sol era la alarma que nos recordaba la cercanía de la hora para terminar los juegos.
Viví mi infancia en una época más inocente; de esto no hace tanto tiempo, apenas unos cuarenta años. Sí, resulta increíble que ahora tres, cuatro o cinco décadas me parezcan poco, pero de esta relatividad del tiempo no se salva nadie. Tarde o temprano, la terminamos entendiendo o al menos experimentando.
En aquel entonces las mamás confiaban que, aunque pasáramos todo el día en los alrededores del barrio, volveríamos a casa a tiempo para la comida y la cena. Estos regresos no siempre eran puntuales, pero un buen grito desde lo más profundo de sus pulmones era más efectivo que un actual whatsapp o mensaje de texto.
El camino a la escuela y de regreso al hogar lo recorríamos a pie, sin importar que no estuviera tan cerca. Las latas de cerveza (porque casi no había refrescos enlatados), se convertían en pelotas que pateabas a lo largo del recorrido. Si el camino lo hacías acompañado, en cualquier momento surgía una escala inesperada para jugar a lo que estuviera en temporada: yoyo, trompo, canicas o balero.
Las tareas las hacíamos consultando diccionarios, comprando estampas en la papelería cercana y en el más difícil de los casos, en la enciclopedia de casa o del vecino que estaba dispuesto a prestártela.
Las armas, para la mayoría de los niños de mi edad, solo las veíamos en la televisión cuando el Llanero Solitario disparaba mientras “Silver”, su hermoso corcel blanco, galopaba a toda velocidad sin que el aire le volara el sombrero al jinete con antifaz. Para nosotros, por el contrario, nuestro artefacto más letal era la resortera de plástico, o mejor aún, una hecha con palo de un árbol y goma de llanta de automóvil. ¡Vaya, esa sí era un arma poderosa!
En aquellos años, las adicciones más grandes consistían en comprar los tentadores sobres de estampas coleccionables por veinte centavos para pegarlas en el álbum. Aún recuerdo el olor del sobre de papel que rasgabas desesperado para descubrir si dentro se encontraba alguna imagen que no tenías. “Ya, ya, ya, no. ¡No! Esta no la tengo”. La emoción de obtener una nueva tarjeta para adherirla con pegamento blanco en el cuadernillo de colección era tan grande que hacía que la tarde y la fortuna de uno o dos pesos invertidos en las estampas, se hicieran irrelevantes.
Circular en bicicleta con un cartón de leche vacío entre la estructura y la rueda trasera para que se escuchara como motoneta nos hacía poderosos. Íbamos a todos lados en bicicleta o a pie sin importar el ancho de las avenidas; si eran de asfalto o de tierra, realmente no importaba. Incluso no había problema si no tenías bicicleta; siempre había espacio arriba del manubrio o detrás del asiento del vehículo de alguno de tus amigos.
¿Son mejores los tiempos pasados?
He intentado contestarme esta pregunta, pero realmente no lo sé. A veces pienso que sí y en otras ocasiones, termino concluyendo que no. De lo que estoy seguro es que eran momentos más inocentes y de mayor actividad física.
Hoy existen más tentaciones dentro de casa que cuando mi abuelo salía a buscarlas. Esta disminución de la ingenuidad no se limita a imágenes sexuales en el televisor, los anuncios de las avenidas o el internet. En esos tiempos no terminábamos pensando si nuestros padres se divorciarían; si secuestrarían a un familiar; si había que pasar arcos de seguridad para entrar a la escuela; si tu hermano traficaba con drogas sintéticas o si incluso, este regresaría a casa dentro de una caja.
Mis angustias de aquella época, por el contrario, consistían en lograr que la pecosa con espejuelos de la fila de al lado se diera cuenta de mi existencia; juntar suficiente dinero o buenas calificaciones para pedir que me compraran al final del ciclo escolar un balón de futbol; completar mi álbum de estampillas y también, hacer todo lo posible para que el entrenador de beisbol me diera la oportunidad de iniciar el siguiente partido.
Añorar tiene un matiz de negación de la realidad actual y otro poco de dulzura sin calorías…nos produce placer sin sufrir las consecuencias de aquel entonces.
Siendo sinceros, esa no fue la única la realidad que me ha tocado vivir. Hoy, este tiempo moderno, digital, desvergonzado y de maravillosas oportunidades, también es mi momento…nuestro momento. Necesitamos aprender a jugar con los yoyos, trompos, canicas y baleros de gigabytes y enseñar a nuestros hijos a discernir entre lo bueno y lo malo de las redes sociales.
Seguramente dentro de tres o cuatro décadas se redactarán textos que se enviarán por los aires a los archivos mentales de los integrantes de tu club o tribu mundial y al recibirla, leerán una reflexión llena de añoranza sobre los tiempos inocentes de su infancia en los que socializaban con arcaicas redes sociales de internet, se divertían con videojuegos que controlaban con los movimientos de sus cuerpos y cuando convivían con papás que muy de vez en cuando los llevaban a un parque para montar su bicicleta.
Transformación Personal
Licenciado en Ciencias de la Comunicación.
Diplomado en Alta Dirección.
Doble certificación internacional en Coaching.