«¡Sobreviví al COVID-19!» Experiencia de un médico convertido en paciente
Redactar este artículo me lleva a reflexionar sobre la esperanza y la gratitud. Hace tiempo que no escribo para la revista precisamente porque fui un número más en la creciente estadística de los infectados por COVID-19. Por fortuna, hoy me encuentro en la lista de los recuperados ante una enfermedad cuya mortalidad ha incrementado en México, paulatinamente, hasta el 11%.
Mis primeros síntomas
Todo comenzó cuando regresé a casa, después del trabajo. Llevaba una semana sintiéndome cansado, pero sin otros síntomas. Esa fatiga se la atribuí a la carga laboral que la contingencia exige; me apasiona mi trabajo.
Acostumbro usar gel antibacterial en grandes cantidades, así que froté mis manos y noté algo inusual: sentí el calor del alcohol en mi nariz, pero no percibía la fragancia del antibacterial —las personas que me conocen saben de mi olfato agudo—; esto me alarmó. Fui a mi habitación y busqué mi perfume favorito. No percibía olores en lo absoluto, es decir, presenté anosmia.
La anosmia es uno de los síntomas más tempranos, al igual que la disgeusia (pérdida del sentido del gusto). Cené algo muy ligero, aislé mi ropa de ese día y me recluí en mi habitación, me recosté —es pertinente expresar aquí que es sumamente importante conocerte a ti mismo—.
Unos minutos después sentí un dolor tenue en mi espalda baja, seguido de escalofríos. En la noche comenzó la fiebre. La temperatura permaneció alta hasta el sexto día. Mi familia activó el plan del hogar para el tratamiento del COVID-19, recomendado por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). Me ayudaron con mi comida y a lavar mi ropa. Les agradezco profundamente por todas sus atenciones, cariño y paciencia. Asimismo, el soporte de mis más allegados no se hizo esperar. Me monitorizaron todo el tiempo, hasta que dejé de contestar los mensajes. Ahora tenía que continuar mi camino solo y hacia un terreno incierto, desconocido.
A los dos días me confirmaron lo que ya sabía: la prueba de proteína C reactiva (PCR) detectó el virus SARS-CoV-2. Oficialmente era paciente COVID-19.
Entre el delirio y el insomnio
La fiebre del COVID-19 fue muy persistente. Empecé a tomar paracetamol y al término de su efecto la temperatura corporal oscilaba de nuevo entre 37.5 y 39 °C. La segunda noche comencé a delirar y fue curioso, en mi caso, tener delirios aún sin fiebre. Esta situación me puso al límite y me distanció de los demás.
La tercera noche, tras dormir en posición fetal, cuando quise estirarme sentí un dolor agudo en la nuca y en la espalda baja. Doblé mi cuello y el dolor se agudizó hacia abajo. “Podría ser meningitis”, pensé y me recosté. Desde ese momento y en adelante el insomnio se hizo presente, debilitándome a nivel mental y emocional.
El cuarto día tuve tos seca, persistente y en accesos. Al bañarme (después del tremendo ritual por el uso de sanitizantes antes y después de usar el baño), sentí mareo intenso y comencé a eliminar flemas. Mi reflexión como médico me permitió comprender que estaba progresando. Pude checar mi saturación con el oxímetro de pulso y pese a que mi oxigenación se mantenía por encima del 90%, fue por medio de la taquicardia. Desde hace tiempo padezco bradiarritmia (latido cardiaco menor a 60 latidos por minuto) y la taquicardia fue extenuante, manteniendo frecuencias superiores a 100 latidos por minuto. Sentía un vuelco en el pecho cuando incrementaba…
El momento crítico
El momento crítico lo viví durante la madrugada del quinto día, cuando la tos incrementaba y procuraba expectorar. Sin embargo, en algún instante comencé a sentir que el aire me faltaba. Presentí que algo más podría surgir en las próximas horas… Mi familia dormía y me tentaba llamarlos vía telefónica para pedir auxilio, pero la fiebre comenzó y el delirio tomó las riendas…
“Decúbito prono” (acostarse boca abajo), recordé y cerré los ojos. De mi delirio recuerdo pocas cosas: recuerdo haber estado en un túnel de aire, del que tenía que cuidar para que no se cerrara. En un momento de claridad comencé a hablarle a mi cuerpo. Entendía que la fisiopatología consistía en una “tormenta de citocinas”, la cual se desata por la resistencia natural que el sistema inmunológico opone al virus. Simplemente le pedí a mi cuerpo: “no te resistas más, deja que haga lo que tenga que hacer. Se va a ir”. Dormí profundamente.
A las 5 a.m. sentí mucho frío. Desperté. Mi ropa estaba empapada de sudor. Monitoricé mi oxigenación: 93%. Amaneció y a pesar de tener dificultad respiratoria, sentí mejoría. Ese fue el último día de fiebre.
Semana 2
La segunda semana recuperé parcialmente el sentido del gusto y del olfato. Empecé a comer mejor. El dolor muscular era persistente, al igual que la debilidad, incluso sentía fatiga para hablar. En esa semana tenía que preparar algunas actividades del posgrado; la mejoría me motivaba.
El día catorce me vi al espejo y noté mucha palidez. Mis brazos y piernas perdieron masa muscular. Perdí alrededor de 12 kilogramos por catabolismo intenso, ¡más estábamos celebrando que la PCR salió negativa! Salí de la habitación paulatinamente, usando cubrebocas.
¡El abrazo que sana!
A los 20 días mi pequeña hija se acercó para darme un obsequio. Dibujó mis brazos muy pequeños. Sus trazos me reclamaban un abrazo. ¡La abracé tan fuerte! En ese momento comprendí que me había recuperado.
Retorné al trabajo e investigué cómo participar en calidad de donador para el protocolo “Eficacia y seguridad de plasma de donadores convalecientes por COVID-19 en pacientes con síndrome de infección respiratoria aguda grave por el virus SARS-CoV-2”. Las pruebas hematológicas que me efectuaron fueron satisfactorias y doné 600 mililitros al Centro Médico Nacional La Raza del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS).
Espero que el trabajo de mi sistema inmune pueda servir a quienes están en peligro de muerte. Hasta el momento los resultados de dicho protocolo son alentadores. Si tuviste COVID-19 (hasta un tiempo máximo de 6 meses) procura participar con tu donativo. Puedes obtener mayor información en https://bit.ly/2zzD9Hy.
COVID-19, una lección de esperanza
De mi experiencia personal como paciente concluyo que el miedo es un factor determinante frente a una enfermedad grave. Fue muy difícil tratarme y vigilarme en el rol de enfermo delicado, pero también desarrollé la habilidad de apreciarme como ser humano, entenderme y ser empático conmigo mismo.
La experiencia como portador de este virus me permitió valorar y ponderar muchos aspectos en los que debo fortalecerme, y enfocar mi existencia hacia la felicidad, la misma que se obtiene con los pequeños detalles de la vida. Los asuntos materiales son considerables, pero en realidad son más irrelevantes de lo que creía.
Existe la esperanza, solo tenemos que creer con fervor en ella y ser agradecidos con lo que hoy tenemos: es el verdadero fundamento de la felicidad.
Salud y Vida
Médico cirujano. Maestro en Administración de la Salud y candidato a Doctor en Administración y Políticas Públicas. Medalla al Mérito en Protección Social en Salud del Gobierno Federal en 2014 y galardonado con el Premio Nacional de Salud de la COPARMEX en la categoría empresarial en 2018. Actualmente se desempeña como National Ombudsman en Mensa, México, «The High IQ Society».