Trotacalles
Por Miguel Almeida
¿Cómo describir a un amigo? ¿Por su edad, estatura, complexión, tono de piel, color de ojos, tipo de rostro, señas particulares, a qué se dedica, por cómo viste y en dónde vive? No. Creo que no. Así no. A un amigo se le describe por otras cosas: por los momentos, las enseñanzas, la manera en que nos ha cambiado la vida, por dejarnos entrar en su mundo interior, en sus sueños y en su casa, por sus virtudes y genialidades, por lo que ha puesto en nuestro corazón, por el misterioso y tácito acuerdo con que comprendemos sus errores y asumimos sus secretos más ocultos, por el misterioso y gratuito acto en que nos perdona los errores y asume nuestros secretos más ocultos.
Con un amigo uno hace planes: para ir a comer o tomar un café, divertirse en una fiesta, emprender un viaje a la playa, escalar una montaña, realizar algún sueño, enfrentar un problema. Un amigo es muchas veces más que un hermano, es el premio en la lotería de las afinidades que no siempre nacen bajo el mismo techo o entre los miembros de la misma familia.
Un amigo es ese premio que obtenemos sin haber comprado boleto.
Hay amigos con los que uno, al fin y al cabo, por la confianza y las afinidades, más allá del simple cariño y respeto, emprende un negocio. Amigos y socios. Eso es lo más divertido que puede sucederle a cualquiera. Una responsabilidad compartida, un sueño concebido y conjugado en dos corazones, mentes e inteligencias.
No tengo muchos amigos, pero los que tengo son verdaderos. Con uno de ellos —que aún no lo era, ni sabía que llegaría a ser algo así como mi hermano mayor— hice un pacto hace años: trabajar juntos. Uno siempre es bueno en algo, y él siempre fue bueno vendiendo, comerciante nato, y así se ganaba la vida. Yo, por otra parte, tenía frente a mí un enorme reto profesional y el deseo de triunfar, y en alguna parte había leído que el talento de un hombre no es hacerlo todo solo, sino rodearse de personas talentosas, dejarlas trabajar y aprender de ellas. Y una de esas personas era Mario.
Ya nos conocíamos de vista, de mirarnos mutuamente desde la respectiva puerta, nuestras oficinas estaban en el mismo edificio y quedaban una frente a la otra. Eran los últimos años de la década de 1980. El rumbo: allá por Tlatelolco. Dejamos de vernos por esas cosas de la chamba, pero siempre había alguien que nos reconectaba.
Una responsabilidad compartida,
un sueño concebido y conjugado
en dos corazones, mentes e inteligencias.
Diez años después, mochila al hombro, sonrisa y pluma en ristre, actitud afilada y positiva, corbata infaltable, capacidad comprobada, agenda llena, planes siempre al día, don de gentes innegable, sentido del humor desenfadado, imprevisible y liberador aun en los momentos más tensos, Mario y yo ahora trabajaríamos en el mismo lugar, y esta vez nosotros seríamos los responsables del changarro (como decimos acá). El rumbo: allá por el Ángel.
Muchas veces mi cabeza estuvo en sus manos, y nunca me dejó morir. Cuando tuvimos éxito, festejamos y disfrutamos. Cuando fracasamos, parte de la lección fue levantarnos, sacudirnos el polvo y repasar los errores para no repetirlos. Cuando discutíamos y peleábamos, siempre dejamos abierta la puerta del “ya estuvo bueno, cabrón”, para volver a estrecharnos la mano y seguir adelante.
Mario caminaba, caminaba mucho, igual que mi viejo, éste en las obras de las primeras líneas del Metro; mi amigo, por las calles de la Ciudad de México, de Ciudad Nezahualcóyotl, de Toluca y todo su valle. Era un trotacalles incansable y experto que se escabullía y colaba en los lugares más inimaginables con tal de vender. Amigo o conocido de boleros y policías, personal de limpieza y secretarias, choferes y banqueros (esa es toda una anécdota). Explorador de presidencias municipales, palacios de gobierno y empresas de todos los tamaños.
Vendía, vendía y vendía. Cumplía sus metas y compromisos. Con el paso del tiempo se hizo director comercial de sus propios proyectos: revistas impresas, digitales y programas de radio en internet. Los nervios le quebraron la voz el primer día que habló ante un micrófono, pero su confianza y simpatía fueron otra vez más grandes.
Él era el motor de todo lo que emprendía.
Puntual, alegre y trabajador, cruzó ileso los días de todas las crisis económicas que habíamos vivido en México. “Siempre habrá crisis —decía—, y hay que aprovecharlas. Tontos los que se quedan pasmados por el miedo”. Era su frase favorita.
La libró varias veces después de ser asaltado: las calles de este país cobran su cuota diaria de violencia.
Llegó 2020 y con ese año un virus de telaraña invisible. Felices por sobrevivir, festejamos a distancia navidad y año nuevo, brindamos por que esta pesadilla acabara pronto y continuar con nuestros planes. Pero en algún lugar Mario se contagió, a pesar de todas sus precauciones. Infección en la garganta fue el primer diagnóstico que le dieron.
—¿Cómo vas? —le preguntaba por celular.
—Ahí la llevo, un poco cansado —respondía.
Días después fue hospitalizado. Desde entonces no volví a hablar con él.
Los nervios le quebraron la voz
el primer día que habló ante un micrófono,
pero su confianza y simpatía
fueron otra vez más grandes.
Más tarde, y en sentido contrario de las noticias que llegaban, de que iba poco a poco mejorando, hubo algo más fuerte que él y que finalmente lo venció, a pesar de sus rebeldes ganas de vivir.
Mario se fue a media tarde el último sábado de enero.
A sus muchos amigos nos duele imaginarlo solo en sus últimos momentos, consciente de que la vida y los sueños se escapaban.
Yo no podía dejar de escribir esto aquí, en este espacio, que fue parte de nuestro proyecto. Aquí quiero dejar estas palabras para que ustedes lo conozcan, para que ninguno de nosotros lo olvide. Aquí volveré cada vez que la vida sea difícil para sacudirme los miedos al recordar cómo era la persona que les digo.
Por eso, ¿cómo describes a un amigo? ¿Por su edad, estatura, complexión, tono de piel, color de ojos, tipo de rostro, señas particulares, a qué se dedica, por cómo viste y en dónde vive? No. Creo que no. Un amigo no lo describes mediante esas cosas. A un amigo lo describes por los momentos, por las enseñanzas que te dejó, por la manera en que te cambió la vida sin proponérselo, por dejarte entrar en su mundo interior, en sus sueños y en su casa, por sus virtudes y genialidades, por lo que puso en tu corazón, por el misterioso y tácito acuerdo con que comprendes sus errores y asumes sus secretos más ocultos, por el misterioso y gratuito acto en que te perdona los errores y guarda tus secretos más oscuros.
Mario no será un número más en las frías estadísticas de la pandemia, ni parte de los insensibles y huecos discursos de los mediocres políticos de turno.
Él era un trotacalles, un motor, una vida incansable que no quería terminar.
Miguel Almeida
Epílogosiete
Editor egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Realizó estudios de lengua y literatura hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, y de filosofía en el Instituto de Formación Sacerdotal de la Arquidiócesis de México. Desde 1987 ha colaborado en diversas editoriales, así como en medios de información impresos y digitales de la Ciudad de México y otras entidades del país. En 2007 publicó Largo silencio. Fundó Media Editorial.